sábado, 18 de agosto de 2007

SAMUEL A. LILLO - CANCIONES DE ARAUCO


CANCIONES DE ARAUCO

SAMUEL A. LILLO

Quinta Edición

EDITORIAL NASCIMENTO

SANTIAGO 1940 CHILE

Es propiedad Inscripición Nº 7572

Nº 1912

Impreso em los talleres de la Editorial Nascimento – Ahumada 125 – Santiago de Chile, 1940

JUICIOS SOBRE ESTE LIBRO
Hay una generación de jóvenes poetas que han elegido como tema preferentes de su inspiración la tierra vieja de Arauco, ese rincón de nuestro territorio, donde los primeros senhores del suelo de Chile resistieron al español invasor y donde hasta hace apenas un cuarto de siglo pugnaban todavía por conservar un fantasma de nacionalidad.
En esa falange de isnpirados cantores de nuestras más bella tradición, entra Samuel A. Lillo, cuyo libro “Canciones de Arauco”, editado elegantemente por la imprenta Cervantes, acabamos de recibir.
Lillo añade un fresco y robusto laurel a los que tienen conquistados en las letras parias. Otros que llevan su apellido
Canta en estrofas viriles, conceptuosas y profundamente sentidas, la gloriosa tradición, las bellezas de las tierras araucana, donde él mismo nació y pasó su infancia, la flora y la fauna de ese territorio que tiene más derecho que otro alguno a llamarse Chile, el nacimiento de la raza chilena, mezcla admirable de las condiciones físicas y morales del araucano y del vasco conquistador.
Esta tendencia de los poetas de la nueva generación nos parece por todos extremo sana y digna de estímuno. Ella nos aparta de la tendencia enfermiza de los decadentistas, simbolistas y demás complicados poetas latinoamericanos de las secciones tropicales del continente, de los cuales es representante genuino Rubén Darío.
Samuel A. Lillo ha escrito un verdadero pequeño poema delicadísimo y vibrante en “El Triunfo de la Selva”; ha alcanzado el tono épico en “La epopeya de los cóndores” y ha descrito hermosamente la naturaleza araucana y el alma indómita de la raza en varias de las otras poesías del volumen de que damos cuenta.
Esta colección lo coloca entre los más brillantes poetas chilenos y sobre todo lo caracteriza como uno de los que más genuinamente encarnan el espíritu nacional.
El pequeño volumen, para el cual Benito Rebolledo ha dibujado una portada llena de caracte, será un éxito indudable y merecido para el señor Lillo.
“El Mercurio” – 3 de abril de 1908.

CANCIONES DE ARAUCO
Samuel A. Lillo, ventajosamente conocido como poeta, tanto y tal vez más que en Chile, en el extrajero, ha dado a la publicidad recientemente, el original volumen "Canciones de Arauco".
comprende el libro dieciocho composiciones; poemas henchidos todos de la grandiosa y áspera melancolía de nuestro suelo.
su lectura nos confirma en la opinión que desde tiempo atrás hemos formulado acerca de Lillo: prepondera en él la magnificencia narrativa característica de ciertos grandes poetas franceses, Lecomte de L`isle, entre ellos, cuyo amor a la naturaleza constituye un culto, del cual el poeta es un sacerdote, y cuya solemnidad y armonía sabe fijar en la estrofa soberbiamente cincelada.
El talento poético de Lillo, lozano e impetuoso en su primer libro, "Poesías", aparece en este último acabado y terso, con un desenvolvimiento ágil y vibrante, que prueba que el artista ha llegado a la plenitud de su desarrollo.
La lectura de "Canciones de Arauco" la recomendamos, a los admiradores de Lillo; debería hacerse en plena naturaleza, ante el mar, ante las selvas que han nutrido con tan robusta belleza sus versos.
Sean esta lineas para el poeta, en tiempos de tan desoladora indiferencia artística, más que una felicitación, un desagravio.

'El Ferrocarril" 29 de abril de 1908.


EL TRIUNFO DE LA SELVA

1º parte


Hija de una cautiva y un indio de la tierra,
pequequeña la trajeron las monjas, de la sierra,
cuando murió su madre, tan timida y huraña
como un tierno venado cogido en la montaña.
Semejante a una planta silvestre que el cultivo
hermosea y refina, creció su cuerpo altivo;
y entraron con sus risas y su alegre acento
soles primaverales en el viejo convento.
Amáronla las monjas y por su alma sencilla
y buena, la quisieron las gentes de la villa.


En los primeros tiempos, cual visión fugitiva
pasaba por su mente su vida primitiva:
veíase vagando sola por el boscaje,
huyendo de los golpes del cacique salvaje,
en viendo por las noches las verdosas pupilas
de los gatos monteses al través de las quilas.


Después cuando vinieron sus apacibles días,
olvidó para siempre sus visiones sombrías
como el río que olvida, corriendo en la llanura,
las rocas que rompieron sus linfas en la altura.


Una tarde, al convento llegó una comitiva
de unos cuantos jinetes, a cuyo frente iba
su padre, que intentaba llevarsela consigo
por haberla vendida a otro mapuche amigo,
antiguo compañero de asaltos y malones.
Traía por escolta sus recios mocetones
y en pro de sus derechos, tambiém un ministril,
modelo de su casta, sobre un flaco rocín.
Cuando supo la niña confusa y sorprendida
que iba a dejar su asilo que le alegró la vida,
para voçver de nuevo al tumultuoso oleaje
que su infancia azotara, junto a un indio salvaje,
sublevóse su alma poética y serena
en un grande estallido de repugnancia y pena,
y abrazábase al cuello de las monjas, en tanto
que llenaba el convento su interminable llanto.


A pesar de sus ruegos, sobre su delantera
el cacique sentóla y por la ancha carretera,
a esas horas desierta, la triste caravana
se intentó silenciosa por la selva araucana
Pasada la corriente de un caudaloso río.
en plena tierra libre, dentro de un bosque umbrió,
se desmontó la gente. Trajo de la espesura
una india ya caduca la extraña vestidura
de las hijas de Arauco, y a una orden del viejo,
la despojó la india de su albo zagalejo
y de las otras prendas, y cuando sin ninguna
cubierta la dejaron al rayo de la luna
que cruzaba el ramaje, con su cuerpo moreno
parecía una ninfa dueña de un bosque heleno.


Cubrieron de sus miebros la graciosa esbeltez
con un chamal oscuro que llegaba a los pies;
dejáronle desnudos los hombros y los brazos;
debajo de la barba, con broches y con lazos
le prendieron un manto que a su espalda caía,
y en torno de su frente pensativa y sombría,
pusiéronle una cinta de color escarlata
sembrada de monedas de reluciente plata.


Luego, desvanecida su postrera esperanza,
a caballo la echaron a la indígena usanza,
y al contemplar que el río llevábase su traje
hacia el mar, como el cuerpo de un cisne entre el oleaje,
sintió que otra corriente llevábala asimismo
en sus revueltas ondas al fondo de otro abismo.
Cuando tras de la orgía de báquica algazara
con que su casamiento la tribu celebrara,
cansada entró en la oscura cabaña del cacique,
creyó estar en la honda tranquilidad de un pique
a cuyo fondo apenas, como sones lejanos,
alcanzaban los cantos de sus nuevos hermanos


Y cuando sintió al indio que se acercaba beodo,
hasta su última fibra tembló su cuerpo todo,
tal como una vizcacha tiembla en su madriguera
al sentir las pisadas del hombre o de la fiera.
Y allí frente a la vida, sin tener la miel pura
del amor que endulzase la brutal amargura,
en esa vieja choza torcida por los años,
tuvo su alma de niña crueles desengaños...



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